RAFAEL ÁNGEL HERRA
La poesía lírica es un desafío continuo: ¿cómo interpretarla? El poema dice mucho, dice lo que quiere el poeta y lo que no quiere, lo que quiere leer el lector y no quiere y así se va produciendo un compromiso de lectura. Curioso fenómeno: la poesía lírica practica el arte de romper el sentido. Para orientar esta observación, tal vez, podríamos apelar a un texto de Franz Kafka, no sobre la poesía, sino sobre la interpretación de los textos.
En el capítulo IX de El proceso, el capellán de la cárcel le refiere al protagonista el relato «Ante la ley». El diálogo que sigue, entre Joseph K... y el sacerdote parodia la hermenéutica, es decir las explicaciones textuales, y, más aún, la práctica de glosar y construir el sentido de los textos bajo la tiranía del intérprete. K... intenta sacar lecciones en beneficio de su propio proceso; pero el capellán, guardián del orden, le desmonta el juego semántico: «La escritura es inmutable —le dice— y con frecuencia las glosas no son más que la expresión de la desesperación que experimentan los glosadores». «Ante la ley» cumple dos fines: en primer lugar, reproducir y casi parodiar el relato principal, es decir, el proceso de Joseph K…, en el cual surge (la novela se parodia a sí misma en la misma novela) y, en segundo lugar, burlarse de los intérpretes.
Hago la comparación aquí porque el texto kafkiano ridiculiza trágicamente la pretensión de sentar como base que exista un texto inmutable provisto de un sentido único, aunque este sentido se le escape al intérprete.
Acudo a esta referencia a Kafka para ilustrar lo difícil que es la hermenéutica de un texto, en particular cuando es poesía lírica. Es difícil y con frecuencia desespera explicar un poema y, más aún, un poemario o un poeta en su conjunto estilístico, si se parte del supuesto de que el poema tiene un sentido predeterminado por el autor que solo hay que sacar a luz porque ya está ahí, como se alumbra un niño que ya vive en el cuerpo materno. Al contrario de esta presunción, en la poesía lírica no ocurre tal cosa: no hay sentido fijo. Su sentido es explosivo, no se deja atar. Así es la poesía moderna, desde que se gestó en el siglo XIX con Flaubert, Mallarmé y Rimbaud y algunos precursores, incluido Góngora, cuya poesía, como toda la lírica moderna incluida esta obra de Paul Benavides, se basta a sí misma, sin aludir a un mundo externo a la palabra misma (1).
Ante la dificultad de vérselas con textos casi inexplicables, la tentación es ceder al estilo de la crítica impresionista, es decir exponiendo apreciaciones subjetivas y clasificarlas, improvisando metáforas sobre metáforas, recreando imágenes. Cuando acudo a ese estilo de lectura, lo que hago más bien es clasificarme y exponerme a mí mismo como lector que produce imágenes nuevas, también inexplicadas, ante el pretexto del poema analizado. Este texto impresionista es muy común, puede ser bello, pero no aporta gran cosa.
La poesía tradicional, piénsese en Fray Luis de León, se dejaba aclarar y valorar con menos dificultad. El poema clásico, por llamarlo así, pretendía ser unívoco, atado a un programa de sentidos, a una idea; los versos se ajustaban a un canon formal. Hoy no ocurre tal cosa: no existe canon ni hay un sentido preciso, ni el poeta lo pretende, aunque a veces el lector lo busque.
¿Qué puede hacer el intérprete ante la poesía lírica?
Nada fácil. Pero tiene la opción de vérselas con el texto comprendiendo las especificidad estilística del autor, observando las figuras retóricas así como la materialidad de la palabra. Propongo busca el sello personal de un poeta en las figuras retóricas predominantes y en las combinatorias sonoras.
La poesía de Paul Benavides es rica, llena de matices, y —como la poesía lírica moderna— no se deja aprehender en explicaciones conceptuales. Es poesía pura, rebelde a la forma, rica y matizada en la construcción de las imágenes, llena de giros inesperados. En mi opinión, su grandeza reside en el estilo metafórico, de acuerdo con el siguiente principio: cuando más polisémica es la metáfora, más rico es el estilo. Con riqueza del estilo quiero decir fascinación de las imágenes, variedad sonora, rebeldía frente a un único sentido, belleza de las combinaciones de términos y sonidos, multiplicación de símbolos y alusiones. Así es esta poesía que enriquece a la literatura costarricense.
Transcribo ahora, para terminar, varios textos:
La Patria es el hacha que partió en dos el silencio,
cuando solo éramos la conjetura de los días.
...
Niño viejo de cabeza romana
traza una línea de fuego
que viene de su mano a mi ojo,
y fija el crepúsculo, el lábil mineral de la tarde,
la provincia que duerme entre adobes
y el polvo lunar de los caminos.
…
Los dioses se han ido de la ciudad
porque así son.
A los primeros síntomas del hambre
se van a otra parte.
Y dejan los campos de arroz
y trigo desolados.
…
Despierta de un sueño
como despierta de la muerte;
coge la mano de la mujer,
sabe que el sol no quemará las dudas
frente al silencio de la noche,
se afirma el día.
...
La muerte no es peor que un oso cuando ataca.
...
¿Cómo cantar una balada a una urbe
si no he estado nunca en su guerra,
donde dulces mulatas se transforman
en demonios de ojos claros?
...
Todo es piedra en la seca voz del trueno.
(1) La investigación más precisa que conozco sobre el cambio radical que fue la lírica moderna es el libro de Hugo Friedrich, Die Struktur der modernen Lyrik (Frankfurt am Main, 1956).
POEMAS DE PAUL BENAVIDES
No muy lejos de aquí
No muy lejos de aquí arde una ciudad del sur,
se quema en silencio monocolor
y ninguna sirena aúlla por las avenidas.
Un motociclista púber sin casco y con corbata,
tan pálido como la cara secreta de la luna
se juega la vida sobre el asfalto a la hora express,
y el agua cae en la ciudad del sur
entre el olvido y la memoria.
Un digitador ya no distingue el índice del pulgar
y una muchacha muy muchacha descubre a Dios
en una máquina tragamonedas.
Al sur del sur o al norte de ninguna parte
el mundo gira como de costumbre
y alguien tira colas de langosta
entre cisnes de oro y peces de plata
mientras el agua se hierve en ondas subacuáticas,
pero una ciudad del sur tropical se cura
las heridas con el sueño y la risa
y ninguna alerta suena por sus calles.
Solo una brisa que cae sobre un silencio de cobre
bajo techos imaginarios y sin dejar rastro.
Una ciudad más al sur del sur
y al oeste de ninguna parte
se pierde en un país sin eco,
las cabezas de dos héroes se venden
como souvenirs y flotan en un mar de corchos.
En la Avenida Central un sol que no calienta
se va sin dejar sombra,
un vendedor alado de ocarinas y videos
pasa como un dios mulato sin mitología,
pero la gente no nota nada extraño,
solo una nube que atraviesa el cielo de noviembre
limpia, blanca y libre.
Ciudad
El aire limpio no olvida
el sueño gris del crack.
Callados y de pie,
nada desfallece,
ni sus fantasmas de sonrisa vertical
ni las gárgolas vueltas piedra
en un cuarto donde todavía es de noche.
Nada sucumbe.
Puedo amar la ciudad bajo mis pies cuanto más extranjero soy:
un esquimal en África, un sueco en Shangai.
Da lo mismo y aquí estoy.
Puedo oírla ─pero no verla─
en cada esquina reventar su rumba de Babelia mestiza,
su sonido de caracola donde el norte y el sur
ya no se distinguen.
Vuelve a mis manos
como la bola vuelve al niño luego de extraviarse.
Pese a los apagones llega a plena luz, cómplice y libre,
con cara de pueblo percudido y malls.
Extraño es que todo pase y siga igual que siempre;
pero la ciudad no se rehace de sus cenizas sino del fuego,
ilumina la mesa en la que estamos,
muertes, reencuentros, la distancia y el tiempo,
materia de la memoria.
Son otros los que están, otros los que se han ido.
Solo queda el sabor a café cargado,
esta conversación en la que estamos
y que viene de otra tarde,
como el pájaro que picotea la ventana
bajo una lluvia majadera
y empieza a irse como la madre que nos abandona,
luego de tantos días lentos.
El verano está cerca ─me dices─,
con una sonrisa en los labios
muy parecida al amor.
Parade (desfile)
Ana se despereza a las 4 p.m.,
enciende un cigarro con su mano izquierda
mientras la madrugada llega como todos los días.
Lo sabe por el café que sorbe con su otra mano.
Le preocupa el lavabo que gotea,
su labio seco, la noche extraviada en las ojeras.
En el parque alguien hace maromas con seis bolas.
Del bus salen muchachos vestidos de negro
mientras el malabarista suma otra bola a su proeza.
Ana termina de secarse el cuerpo frente al espejo,
unas palomas cruzan el aire, una brisa agita el pabellón que tira lentos coletazos.
Estamos cerca de setiembre y son las 4:30 p.m. en Costa Rica.
No recuerda el momento en que perdió su cepillo de puntas metálicas.
Se estira la piel y agranda los ojos.
San José es una colección de antenas y techos oxidados.
La próxima vez me opero ─dice mientras enciende el tercer cigarro y se mira
el ojo algo amarillo.
Más palomas, el viento que huele a lluvia.
Sus senos señalan hacia adelante, hacia las copas de los árboles.
Más muchachos se bajan del bus. ¿De dónde saldrán tantos?
Achinados, morenos, mulatos, blancos.
Somos otra cosa.
Son ya otra cosa sus senos,
de un cuerpo que se defiende todavía bien
según dice el cartel en el poste.
El concierto arrancará pronto en la Plaza de la Democracia.
Más muchachos atraviesan la calle.
Una mujer con tacón alto, escote y pantalón tallado para el tráfico.
Una brisa golpea los árboles que se mueven como garras.
Ana no apura el paso, se sabe reina en esta jungla.
La noche arranca con la lluvia
y son las 8 de la noche en San José de Costa Rica.
La casa paterna
El sol revienta,
y la casa paterna sale del silencio
como un barco iluminado.
Entra por las ventanas
un vaho caliente a eucalipto y estiércol
e invade la casa un olor verde y acre
que asciende por las escaleras,
atraviesa los corredores, la sala,
invade los cuartos,
impregna mis manos de un aroma antiguo,
secreto, donde está el enigma de la infancia
que retorna como la flor de la amapola.
La furia de los hermanos llegará pronto
y sujetará el día de los árboles y de las ramas
como las crines del verano,
para cabalgar por su imperio de locura
y por campos de batalla imaginarios
y travesías por el río.
El viento de enero crea fieras
que traen su magia del norte,
y recala sobre el tejado como un muelle
cobrizo y sonoro.
Al día siguiente el circo mexicano llegará
con sus enanos barbados,
los osos ciegos, los tigres flacos
y sus cazadores de perros.
El abuelo atraviesa las paredes
con las palabras de la tribu a cuestas,
balbucea siglos tras largas pausas,
y la vida en la memoria
llega detrás de una bruma de silencio y humo.
Mientras, la abuela vence el hambre;
con su mano sarmentosa
─y una fe ciega en la vida, incomprensible─
pone el pan sobre la mesa.
El ojo del niño mira absorto
la pasión crecer lenta
─a través de la ranura en la pared─,
en los muslos de Angélica para estallar
como un fuego primerizo,
y las risas de los primos arden y giran en el patio,
pero todo se vuelve silencio con la leyenda
del tío que hundió su cuchillo
en el torso de otro hombre
por el amor de una mujer.
La aldea se pierde en un sueño inquieto,
agitado por el rostro cambiante de la muerte
que desciende a la casa de la abuela,
y mi madre sostiene su dolor
en el arco de madera carcomida,
pero la muerte es solo un silencio fúnebre y corto,
un duelo breve e incomprensible,
que se rompe en la batalla
entre indios y vaqueros
o la llegada de los piratas en un barco fantasma.
La memoria suelta sus caballos blancos
por el bosque translúcido de la infancia,
solitario y yermo como una ciudad en ruinas,
estos recorren el mapa ficticio de los días
y desatan los nudos que el sol
fijara sobre el pelo de mis hermanas,
buscan en los rincones escombros de alguna alegría,
el vuelo de una carcajada
en la cola de algún verano,
el ruido remoto de un triciclo que se desliza
por la colina del tiempo,
o la luz de la luna
que penetra los resquicios de algún sueño
para descifrar el misterio
por donde la vida retorna del pasado.
Memorial
De mis tíos heredé la inclinación
de hacerme el cuerdo con los ojos abiertos,
de tener lo necesario para vivir lo suficiente.
Heredé el amor por el aire de la madrugada
y por el denso vaho del cigarro y del ron.
De mi abuelo la inclinación al silencio,
de mantenerse callado hasta la muerte.
De mi madre heredé la propensión al llanto,
de mi padre la inclinación por la risa,
de ambos a reírme todo el tiempo y a llorar con frecuencia.
De los abuelos que no conocí heredé la duda.
¿Qué parte de ellos soy ahora?
¿Si la es la costumbre de enojarme y levantar el dedo?
¿La forma de andar, de estirarme en la cama a la hora de dormir?
¿Si el gesto del asombro o de la ternura?
¿La forma de mover la boca o las manos?
¿De sentir rabia o la bravura que me dura poco?
A ellos les debo al que no conozco,
al desconocido que anda conmigo siempre
y se levanta en la madrugada para ir al baño
y no sabrá nunca quién lo ve desde el espejo.
PAÚL BENAVIDES (Heredia, Costa Rica, 1966) sociólogo y escritor. Ha escrito artículos para para la Revista Parlamentaria de Costa Rica y para el Programa de la Sociedad de la Información y el Conocimiento (PROSIC- UCR) también para revistas especializadas en temas de cultura y política de España. Se desempeña como asesor parlamentario de la Asamblea Legislativa de Costa Rica. Ha escrito dos libros de poesía, Duelos Desiguales (Editorial de la Universidad Estatal A Distancia, 2012) y Oficio de Ciegos (Editorial Arboleda, 2014).