Omar Castillo: 
Palabras en el laberinto de la infancia

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Años antes de entrar a estudiar la primaria, y debido a mis temores por el trato dado a los niños en el kínder  del barrio, mamá ya me había enseñado a leer y escribir. Tenía entonces cinco años, había nacido en diciembre de 1958, y mis lecturas iniciales, además de la cartilla de aprendizaje, fueron las revistas de caricaturas y los libros de historietas de vaqueros, detectives y de la Segunda Guerra. Pasé muchas tardes y noches sobre dichas publicaciones, al punto de recrearlas convirtiendo la casa de mi infancia en un pueblo del oeste o en un campo de batalla entre los aliados y sus enemigos, entonces me lanzaba a perseguir cuatreros y forajidos o a huir de los asaltantes que perseguían mi diligencia. También conducía tanques de guerra o me refugiaba en trincheras donde la vida y la muerte dialogaban en medio del fuego enemigo. Como agente secreto, mi imaginación corría desde los balcones de la casa, donde vivía atento al suceder del vecindario, tras sus olores, sus maneras de comportarse y cuanto implicara una pista para descubrir sus secretos y sus acechanzas. En la tienda de una de las cuatro esquinas de la cuadra y al caminar por las aceras, las palabras de los vecinos, sus conversaciones, me revelaban contenidos cifrados, eran el abracadabra de sus intimidades y posibles comportamientos. Ante lo abstraído y huraño de mi infancia, esas lecturas de alguna manera, establecieron mis primeros diálogos con el mundo y las realidades donde se entraña su complejidad, mientras crecía y llegaba la edad para empezar la primaria. Fue así como una mañana de febrero fui llevado de la mano de mamá hasta la entrada de la escuela República del Paraguay, en el barrio Antioquia donde vivíamos, y ya allí, sentí todo el miedo de tener que entrar en contacto con tantos niños y adultos, mi mano no quería soltarse de la mano de mamá… pero era inevitable, el sometimiento educacional empezaba. Con mi maleta, de la que no recuerdo su contenido, probablemente un cuaderno, la cartilla de lectura y un lápiz más un borrador y el saca puntas, crucé el umbral de ingreso.


Cruzar esa puerta modificó mis rutinas. Como ya sabía leer y escribir ese primer año escolar resultó monótono, empero, me fue suficiente para aprender a mantener a raya la brusquedad de mis compañeros y demás alumnos de la escuela, me permitió los primeros argumentos para mantenerme al margen de sus torpezas y disputas. Mis lecturas continuaban acompañadas por dos o tres radionovelas que escuchaba en las horas finales de la tarde en compañía de mi abuela, mi mamá, mi tía abuela y doña Ana. En la cocina de la casa, y mientras ellas hacían sus oficios y yo en un rincón tomaba café hecho en agua de panela, en la radio empezaba la transmisión de Kalimán y más tarde de Arandú el príncipe de la selva, de la otra radionovela no recuerdo su nombre. En esos años era un privilegio económico tener televisión, en cambio los fines de semana desde mis dos meses, mamá me llevaba al teatro del barrio a ver películas mexicanas, lo que terminó convirtiéndoseme en una afición irresistible, ahorraba para comprar historias escritas y para ir al cine los lunes y los domingos. También nació mi hermano Fabio Orlando, lo que significó una gran alegría y me quitó ese estorboso sentimiento de ser hijo único.


Llegó el segundo año escolar y la puesta en práctica de lo aprendido el anterior, entonces en la materia de lectura nos toco memorizar poemas de Gregorio Gutiérrez González, Epifanio Mejía, José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob y León de Greiff. Estos señores y sus poemas significaron mi primer encuentro con la poesía, con un lenguaje que no solo se disponía sino que se comportaba de manera extraña en su contenido y en la forma de expresarlo. Todo esto me perturbó, leer se hizo difícil, y más aun tener que memorizar algunos de esos poemas y decirlos en clase.


No era fácil, y para ajustar, tenía problemas de gaguera. Me daba dificultad desatar las palabras, se me quedaban pegadas en alguna de sus sílabas. Era como si viviera atragantado de palabras y en el momento de pronunciarlas estas se agolparan todas entre el umbral de mis labios y el movimiento de mi lengua hasta inflar mi garganta como si fuera a explotar. Era difícil la situación, no tanto por las bromas y burlas de los demás sino por la fatiga que esto me producía. Empecé a darme cuenta que en gran medida todo obedecía al silencio por tantos años acumulado, a mi poca o casi ninguna necesidad de expresar mis palabras, de armarlas en frases orales que me conectaran con el exterior, hasta entonces me había sido suficiente con el escenario de mi mente, donde cada palabra se decía nítida y sin dificultad.


De los poemas puestos como tarea, me tocaron “Los maderos de San Juan” de José Asunción Silva, “Futuro” de Porfirio Barba Jacob y “Relato de Sergio Stepansky” de León de Greiff. Esto fue súbito, así no más, porque era una tarea y se tenía que cumplir con la nota. No recuerdo nada del profesor que nos enseñaba, en cambio no olvido a don Luís Álzate, director de la escuela, quien con su entusiasmo procuraba que sus dirigidos aprendiéramos cuanto fuera posible, más allá de nuestros precarios recursos. Así fui enfrentado a unas palabras escritas en renglones cortados que perseguían un ritmo de alguna manera musical, unas palabras cuyos contenidos resultaban difíciles de aprehender en las historias que intentaban contar, transmitir. Más aun, a diferencia de las historietas leídas, interpretadas y casi puestas en escena por mí, ¿cómo interpretar o representar estos poemas, el contenido de sus versos? Peor aun, tenía que memorizarlos y decirlos en clase tal cual estaban escritos, mientras mis historietas podía representarlas a mi antojo y sin el sometimiento a una calificación. Apenas si logré superar un tres sobre cinco. Podría decir que mi primer contacto con la poesía había resultado fastidioso y, de alguna manera, afectado por unas prácticas educacionales donde me resintieron con la forma y las maneras del lenguaje poético, es decir, con esos tres poemas que en ese entonces, para mí, eran toda la poesía.


Empero, la memoria produce hilos en sus diferentes laberintos, hilos que sin servir de guías, permiten descender o ascender sus tramas hasta extraviar las intenciones por salir de sus oscuros o luminosos pasadizos. Y es tal vez en ese instante cuando se fundan las pasiones de cada ser humano, las pasiones y la raíz de un carácter siempre aflorando en precisos y necesarios momentos por vivir. No se trata de calcular o presagiar una existencia en lo individual o en lo colectivo de sus acciones, aquí sólo cabe decir dos cosas, una: esa obligación por memorizar esos tres poemas en aras de una nota fue molesta y no pasó de ser una rutina escolar. Dos: lo anterior no evitó que en mí, el ardor por la poesía quedara inoculado de manera casi silenciosa, gravitando en esas nuevas palabras aprendidas mecánicamente en esos días de clase: poema, verso, estrofa, rima, ritmo, medida silábica, verso blanco…


Los años de escuela primaria fueron sucediéndose paralelos a las necesidades que la cotidianidad demanda y exige cuando se es niño y nacido en un barrio discriminado por decreto municipal como zona de tolerancia, es decir, sector de prostitución, cuando en gran medida estaba habitado por mujeres y familias que se vieron obligadas a huir de sus pueblos, víctimas de la violencia de los años cuarenta y cincuenta. Personas, en su mayoría analfabetas, algunas acaso medio sabían leer y escribir, otras apenas garrapatear sus nombres, eran seres que intentaban rehacer lo que quedaba de sus existencias y con férrea voluntad para el trabajo. Mis lecturas se fueron ampliando de forma ocasional, comprando libros de segunda en la carrera Bolívar, sobre la acera de entrada a los teatros Granada y Medellín. Esto era posible porque diariamente bajaba, desde el barrio, al sector de la Bayadera y al sector de San Juan y la carrera Bolívar a repartir en algunos cafés y puestos de comida, los fritos que hacían en mi casa. En esa acera compré libros de historia, de religiones, de los perfiles de los políticos mundiales de principios del siglo XX, algunas novelas, teorías sobre la evolución del hombre… cuanto libro abría y al ojearlo se hacía de mi interés. Y sucedió que me encontré con libros de poemas de Porfirio Barba Jacob, José Asunción Silva y más adelante con una antología de León de Greiff.


El encuentro con estos poetas ya no estaba intervenido por una obligación escolar, obedecía al deseo de leerlos, al instinto que me lanzaba a descifrar el aguijón inoculado por los tres poemas de cada uno de ellos memorizados en la escuela. Comencé a leerlos, a dejarme llevar por sus ritmos, más que por la comprensión de sus contenidos, a involucrarme en sus atmósferas por enrarecidas que estas me significaran, los leía y releía, me extraviaba en sus versos, en sus estrofas, en ningún momento intentaba entenderlos, menos memorizarlos. Quería alcanzarlos, leerlos sin obstáculos, a mi antojo, ya iniciando la lectura desde el primer verso, ya desde el último hasta el primero, ya desde el verso que se me antojara, ya intercambiando el orden de las estrofas, en fin, sintiendo que los poemas caminaban y compartían conmigo las peripecias de la existencia.


En ningún momento pasaba por mí el deseo de ser poeta, la lectura de los poemas de otros era suficiente. Por entonces quería ser actor y escritor de teatro. A mis doce años en esas andaba, sacaba el tiempo posible para leer teatro, intentar escribir teatro y llegar a ser actor. Y tuve mi oportunidad de ser actor, esta experiencia sirvió para aflojar mi gaguera, hacer posible que mi pronunciación saliera sin tanto estorbo en sus sílabas, poder hacerme a mi cuerpo, iniciar el camino de mi cuerpo, de cómo desamarrarlo hasta poder disfrutarlo en sus carencias y en sus presencias. Pero el ejercicio del teatro involucraba trabajar en grupo con actores que por momentos se perdían en el ego de sus interpretaciones y en las ficciones de su realidad. Todo esto resultaba tedioso en el trato y en la convivencia, entonces terminé dejando el teatro.


Desde los oficios a los que la necesidad diaria me llevaba, sacaba los espacios suficientes para refugiarme cada vez más en la lectura. A mis catorce años compre, en ese agáchese de la acera a la entrada de los teatros Granada y Medellín, en edición rústica y bastante ajada, a San Juan de la Cruz. Lectura posible por el diálogo que mantenía con los tres poetas de esta narración. Con ellos tres se estaban ampliando las empatías y antipatías dadas cuando el trato es directo y sin ataduras. Leyendo a estos tres poetas y a San Juan de la Cruz se fue acentuando en mí la idea de que las letras del abecedario son agujeros, ventanas por donde es posible ver, aprehender. Una letra con otra haciendo posible una más amplia visión, y más asombroso, una palabra con otra haciendo ver y nombrar las realidades próximas y, más tarde lo descubrí, la otredad. Esto implicó entender que la lectura no sólo es posible desde las letras del abecedario, saber cómo en el mundo, en el universo existe un abecedario expresando cada instante. Y aprehender a leerlo es necesario, pues nos permite una comprensión, acceder a la realidad como una página inédita y asombrosa. Válgame recordar que sólo para una nota aprendí de memoria el abecedario, desde entonces no sé decirlo de memoria.


Leer la poesía de José Asunción Silva me inició en el descubrimiento de un poeta y el comportamiento de cada una de las palabras por él utilizadas para la elaboración de sus versos, la manera de sopesarlas, casi medirlas en la calidad del impacto que sospecha dejarán en sus lectores, en las realidades desmoronadas o amplificadas por ellas. Todo en un lenguaje casi llano, sin la retórica y artificios estilados en la poesía de su tiempo. A diferencia del Modernismo Hispanoamericano encabezado por Rubén Darío que buscó significar sus conquistas literarias en lo enrarecido de sus gustos y en lo exótico de los temas llevados a su escritura, Silva, siendo un hombre afín a la cultura y sensibilidad de su tiempo en occidente, manejó en sus poemas estructuras, ritmos y temas que aún hoy se dejan leer sin lo estorboso de las modas con las que los Modernistas nombraban las realidades de fines del siglo XIX e inicios del XX. Con Silva aprendí como cada palabra debe sopesarse y auscultarse en las acepciones y exilios de sus significados, que nombrar con ellas desde un poema no es arrojarlas al desgaire, que cada palabra es el origen de una veta posible para asir o ser asidos por las realidades donde no termina de configurarse el mundo, el universo.


La poesía de Porfirio Barba Jacob busca atrapar a su lector en las redes elaboradas con la retórica de cuño metafísico, donde cunden los sentimientos y se presume amparar la condición, el desgarramiento y la orfandad humanos. Inevitablemente caí en sus redes. Barba Jacob es un Modernista de último aire, al parecer las vanguardias originadas por el mismo Modernismo en Hispanoamérica le resultaron indiferentes, al punto que decidió ignorarlas y reclutarse en su solo grito, de él y para él. Por un mínimo instante uno podría asociarlo con César Vallejo, con algunos de sus poemas de Los heraldos negros, pero es sólo un espejismo, Los heraldos negros es el libro con el que Vallejo cancela sus cuentas con el Modernismo, Barba Jacob siempre mantuvo sus cuentas, en especial con Rubén Darío. Empero quedan poemas de Barba que son inevitables, conmueven. Con todo su lastre caricaturesco, él me permitió saber que la poesía no son solo cargas de sentimientos, puñados metafísicos en gritos de espanto.


Con León de Greiff fue distinto. Ante todo su poesía me significó ritmo, sonoridad de las palabras produciendo su propia música, instrumentos interpretándose desde sus meros sonidos. Así la leía, sin mortificarme por no entender sus contenidos. Sus versos me incitaban a la danza que se aferra a la tierra efímera mientras el universo delira alrededor y el cuerpo ejerce como el instrumento posible para ese acto.


Después fui entrando en la trama de sus contenidos, solventados casi siempre en las vastas lecturas practicadas por el poeta, en sus preferencias musicales y en el mórbido deseo por enrostrarle al ser humano las patrañas donde se funda su condición, el esperpento de su noción del mundo. Se han dicho muchas cosas sobre la poesía de León de Greiff, sobre la dificultad que presenta a sus lectores lo arcaico y raro de su vocabulario, lo arduo de las referencias musicales y literarias puestas en sus poemas y ante todo, lo complejo de su clasificación en los escalafones literarios que definen escuelas y generaciones. La mayoría lo clasifican de modernista trasnochado, vanguardista desteñido entre François Villon y el movimiento Dada, todo lo anterior pasado por las aguas del Siglo de oro español. Otros lo anclan en las leyendas y virtudes de un mundo dado a lo decrépito del olvido y la bohemia, en fin. A mí don León de Greiff me lanza a acoger en una misma página la obsesión de Silva por hacer de la palabra el centro donde se establece la escritura de un poema, la palabra al filo de la realidad y de la otredad donde se confunde y revela lo humano, a permanecer alerta para que el poema no sea un sartal de sentimientos y pasiones sueltos en el zoológico-metafísico donde lo humano es exhibido entre lo vago y lo divino, como lo pretendiera Barba Jacob. Al mismo de Greiff impartiendo su decir y sus estructuras poéticas en ritmos no condicionados por la costumbre donde se ha pervertido el gusto sonoro y embrutecido la capacidad de percepción para un poema, a ese de Greiff casi inédito para el conjunto de países de lengua española.


Después pude aproximarme a otros espacios de la ciudad y descubrir las librerías del centro y en ellas otras ediciones más completas de estos poetas y de otros, cuyas lecturas me depararon encuentros, diálogos aun posibles en el laberinto más allá, o más acá de mi infancia.



OMAR CASTILLO, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. En 2012 publica Huella estampida, obra poética 2012-1980, donde reúne sus libros de poesía publicados en sus más de 30 años de creación. También el libro de narraciones cortas Relatos instantáneos (2010) y los libros de ensayos Asedios, nueve poetas colombianos & Crónicas (2005) y En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014). De 1984 a 1988 dirigió la revista de poesía, cuento y ensayo Otras palabras, de la que se publicaron 12 números. Y de 1991 a 2010, dirigió la revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. Desde 1985 dirige Ediciones otras palabras.

Omar Castillo, Foto: Patricia Cuervo

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