Tomás Saraví
El sector sur del Parque Nacional me sedujo desde la primera vez que lo visité. Mucho después comprobé que se insertaba en el Triángulo: fue, si se quiere, una elaboración teórica, consecuencia de prolongadas vigilias (me refiero al triángulo formado por tres puntos arbitrarios: la Gran Logia Masónica, la Sociedad Teosófica y el Ateneo donde había comenzado a reunirse una sociedad que prolongaba los trabajos de los templarios).
Esa interpretación, sin embargo, era caprichosa. Del mismo modo podría haber encontrado una relación simbólica entre la Estación al Atlántico, los túneles coloniales que serpentean debajo del viejo Palacio Arzobispal y el Edificio Metálico. No creo en esas cosas. Se me aparecen de día o de noche, me asedian: sigo sin creer en ellas.
La avenida que bordea el Parque, frente al viejo Colegio de Sión, despertó mi curiosidad: esa parte del camino asfaltado que se inicia en la pata de elefante, en un bosquecillo de casuarinas y cipreses, y se prolonga en una hilera de clavelones. Cerca de allí se levanta un majestuoso cedro de más de veinticinco metros.
Allí, entre la pata de elefante y los clavelones, empezaron a aparecer los signos.
Cada mañana, poco antes de la salida del sol, daba algunas vueltas al Parque. Pronto comprendí que los papelitos sólo aparecían en la avenida del sur. Me estaban esperando con cierto orden: nunca más de uno por día, con regularidad que se hizo costumbre.
Primero fueron simples papelitos. Cuando establecí la relación simbólica decidí considerarlos signos.
Más de una vez, al iniciarse la experiencia, pasé de largo junto a alguno de esos pedacitos de papel. Me miraba como exigiéndome piedad, casi como suplicando que lo recogiera. Jamás pude sustraerme a ese influjo.
Todo empezó con las páginas 239 y 240 de The Memoirs of General Lord Ismay. No se habían desprendido inocentemente del libro (era, sin duda, una obra bien encuadernada). No perdí demasiado tiempo con ese primer papelito: describía episodios de la segunda guerra mundial, un tema que nunca me interesó.
Al día siguiente –todavía eso no se había convertido en costumbre: era la oscura época anterior al descubrimiento–, fueron cuatro páginas que, supuse, corresponderían a La joven de carácter. Deduje, con cierto fundamento, que se trataba de la clásica obra de Tihamer Toth. Decía: “Esculpir en tu alma la imagen sublime que Dios concibió al formarte, es la noble labor a la que damos el nombre de autoeducación. Este trabajo tiene que hacerlo cada una por sí misma, y nadie puede cumplirlo en su lugar. Otras podrán; en definitiva, tú has de ser quien sienta el deseo de formar en ti la noble imagen que Dios ha escondido en tu alma”.
Tuve la certeza de que esos textos eran enviados. Por el destino, por el azar (jamás pensé en un remitente de carne y hueso).
La tercera jornada estuve al borde del desengaño: no en el camino sino sobre un banco de piedra, me esperaba una diminuta hoja impresa. “Esta era mi vida”, decía un hombre destrozado por los vicios y encadenado al pecado. La Mano de Cristo (supe que se trataba de Cristo pues el nombre estaba escrito en la manga de la Camisa) le ofrecía una llave que correspondía a la Gracia de Dios. Seguía la historia de aquel hombre: abandonaba los amigos, las copas y los cigarrillos y aceptaba escuchar la Palabra del Señor.
Me sentí defraudado: el papelito invitaba a llamar a un determinado teléfono (“de 6 p.m., a 7p.m.”, un horario por demás módico). Un antisigno, sin duda. No era eso lo que yo esperaba. Esas hojas aparecían por centenares en los autobuses, en las plazas, a la salida de los cines. Era la invitación a un cambio de vida planificada desde un apartado de correos.
Los días posteriores también encontré pequeños impresos destinados a devolver la fe a los caminantes. Se rompía el encanto del descubrimiento.
“¡Comprobado!”, gritaba la Historieta Verdad Nº 735 que una ominosa mañana de mayo encontré a la sombra de un pino. Y un Cristo recién resucitado, a quien acompañaba un ángel femenino de senos deslumbrantes, decía como en los anuncios de los institutos de enseñanza por correspondencia: “¡Triunfé! ¡Gracias, Padre!”
Estaba al borde del paroxismo.
La respuesta no se hizo esperar. Sobre un banco, junto a la pata de elefante, la Compañía del Triunfo Cristiano, con sede en Corpus Christi, Texas, me enviaba un baño de desesperación: “Las aguas frías tienen que venir. La mortaja, el ataúd, el sepulcro tienen que venir. Vendrá la corrupción del cuerpo y servirá de alimento a los gusanos. Sólo quedará del hombre un puñado de tierra.”
Miré hacia arriba. La copa gigantesca del árbol (pata de elefante) dibujaba una figura optimista, sobre un cielo nuevo; el sol empezaba a insinuarse. Nada tenía que ver con el mensaje recibido desde Texas.
“Mientras tú lees, puede eclipsarse tu ojo para siempre”, me decían los amigos del Triunfo Cristiano.
Conservé el papelito. Siempre los conservo. El compromiso es atender al misterioso lenguaje de los signos.
La ofensiva teológica duró algún tiempo. Esa gente cortaba hojas de libros piadosos y sembraba la ciudad de mensajes fraccionados. Se cortaban caprichosamente: “Pero tal conexión mística no im-“
Jamás me enteraría de la continuación, aunque podía imaginarla. El período apologético dejó paso a papeles más atractivos. Comenzó una época intelectual, con fotocopias de textos universitarios, sugerentes y un poco más profundos.
En mis incursiones a la Avenida de los Signos advertía que la pata de elefante crujía con intensidad. Más de una vez alguna rama cayó frente a mí. Calculaba el peso de la vieja madera: quizás podía haberme atontado, pero no era suficiente para eliminarme. Podía tratarse de una provocación de los Triunfalistas u otra secta. No me amilané y seguí mis caminatas.
Detuve el paso ante el árbol caído. Muy pronto me informé de lo sucedido: el día anterior –miércoles quince de junio–, a las tres de la tarde, la pata de elefante se había desplomado en medio de la tormenta.
Algunos testigos relataron que crujió lo suficiente para alertar a la poca gente que estaba por allí. El banco del Triunfo Cristiano estaba semidestrozado; un poco más allá quedaban pedazos de la mesa de piedra donde los estudiantes se reunían los días de sol.
Esa mañana no apareció ningún papelito. También los días posteriores fueron pobres en las señales habituales. Sí aparecieron sueños interesantes (desde mediados de mayo abundaban los sueños escritos por diferentes personas en hojas de libretas o cuadernos, arrancadas con desprolijidad y abandonadas en la avenida). Eran mensajes relacionados por lo general con pasajes del Apocalipsis, aunque sus autores ocasionales quizás no advertían ese parentesco.
La pobre pata de elefante fuer cortada con habilidad por los guardianes del Parque. Quedó reducida a varios grupos de madera para leña y a una montaña de ramas y hojas que muy pronto un camión municipal se llevó. Aferradas a la tierra, casi con desesperación, las pezuñas marcaban el lugar donde antes se levantaba, con orgullo, mucho más arriba de los cipreses y las casuarinas, el árbol centenario.
Vino una época de nuevos signos religiosos. Era una verdadera polémica. Un día, por ejemplo, el papelito –el recorte de una revista– decía: “Un amigo muy querido llevaba una vida como San Agustín antes de la conversión. Pedí por él a Monseñor Escrivá de Balaguer. Ha cambiado tanto que se ha casado por la iglesia y hace apostolado”. Firmaba, con iniciales, una persona residente en parís. Al día siguiente un folleto sobre reencarnación lanzaba atrevidas teorías sobre el segundo y el tercer cuerpo.
Tenso, yo aguardaba la señal que, por encima de esos mensajes, me diera acceso a la verdad. La Avenida de los Signos era para mí el Templo de Karnak. Al recorrerla, entre las cinco y las seis de la mañana, esperaba la aparición de la señal de los nuevos tiempos.
Después de una jornada de trabajo abrumador, volví a casa con la sensación de que el día señalado se aproximaba. Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Entré en un estado de sopor y vi en sueños la Avenida de los Signos. El lugar aparecía con insistencia; en un momento de lucidez comprendí que, a pesar del cansancio, debía dirigirme hacia allí. No me costó llegar: vivía a doscientos metros del Parque.
Era una noche fría. Las avenidas brillaban después de la fuerte lluvia. Comencé a buscar en el sector mal iluminado. No sería difícil encontrarlo: cualquier papelito resaltaría sobre el piso negro y húmedo. Miré también debajo de los clavelones.
Repetí el camino cuatro o cinco veces. Me pareció absurdo buscar en otro lugar. Después de meses, la señal se había producido. ¡Y el mensaje no aparecía!
Al pasar muy cerca de la pata de elefante me pareció oír un susurro. Como si una voz saliera del tronco calcinado.
—¿Se le ha perdido algo?
Esta vez no tuve dudas. Me hablaban desde los restos del árbol. En la mitad del banco que aún quedaba en pie, una muchacha de dieciséis o diecisiete años parecía despertar de un sueño profundo y me miraba sin prevenciones.
—¿Se le perdió algo? —insistió.
—No… Bueno, sí —dije. Busco un papel.
—¿Es un papel muy importante?
—Sí, supongo que sí.
—¿Supone? ¿Acaso no sabe de qué se trata?
Me acerqué y la miré con atención, Nunca había visto una mujer así: ojos rasgados, piel cetrina, boca audaz. Es la boca, pensé. Son los Ojos.
—¿Está cansado? Siéntese.
Me recliné en el absurdo pedazo de banco que aún quedaba. Permanecimos casi pegados. Su cuerpo estaba encogido.
Tiritaba.
—Espero el bus de la Costa –explicó–. El primero sale a las cinco y media.
Entre excitado y dormido, yo no sabía qué decir. Unos minutos después conocíamos, al menos, nuestros nombres y una versión simplificada de nuestras vidas. Le conté la historia de los papelitos y ella no pareció demasiado interesada. Confieso que eso me defraudó.
—Abrazame –pidió–. Tengo frío y todavía faltan unos minutos para que salga el bus.
Miré en dirección a la Avenida de los Signos y me pareció ver una mancha blanca.
Ella temblaba y su gesto era implorante. “Que pena que se vaya a la costa”, pensé.
Caminé hacia la Avenida. Cuando había dado diez o doce pasos me volví para mirar a Vera. Era realmente hermosa. Con una voz que me resultó extraña, solamente dije:
—Disculpame: debo buscar ese mensaje.
Finalmente, tuve el papel en mis manos: me costó descifrar la escritura pequeña y desprolija. Un manuscrito elaborado con sospechosa despreocupación.
Ella casi arrastraba su maleta, rumbo a la estación de buses.
“Lo tengo”, pensé. “Ahora sólo falta interpretarlo”. Vera daba vuelta a la esquina. Me miró uno o dos segundos: no podía comprender.
Un sol lento y somnoliento pugnaba por atravesar las casuarinas.
“Sólo falta interpretarlo”, sollocé.
Fuente
Cuentos del San José Oculto
Cuento de Tomás Saraví
Ediciones Andrómeda, San José, Costa Rica, 2002
CAE LA PATA DE ELEFANTE
Dossier:
Tomás Saraví
Muestra gráfica:
Miguel Lohlé
Dossier:
Dossier:
Dossier:
Tomás Saraví
Muestra gráfica:
Miguel Lohlé
Matérika 9