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Tomás Saraví

Los viajeros apresurados no alcanzan a describirla. Y mucho menos los turistas sudamericanos, que rebotan en la ciudad para huir a las playas. Ni siquiera el turismo más cuidadoso, a quien le muestran rincones pintorescos a marcha forzada.
Es inútil: una verdadera “ciudad secreta” es solo para iniciados, para quienes de antemano saben que el acceso a dimensiones herméticas supone cierto esfuerzo, ciertos contactos.
Aunque se cumplan esos requisitos, no se pueden garantizar resultados inmediatos. Como sucede en el enamoramiento, las cosas llevan su tiempo. En este caso, la situación es aún más difícil. Digámoslo de una vez: esta ciudad no despierta un “amor” a primera vista.
Es lógico que así suceda: hacia los cuatro puntos cardinales está rodeada por mágicos paisajes (hacia el oeste, debemos agregar, por unos crepúsculos increíbles), pero su arreglo personal todavía deja mucho que desear.
Por otra parte, no existe entre sus propios habitantes la noción de conurbano. Ni ellos ni los visitantes establecen relación entre el casco de esta desprolija urbe salpicada de rincones abandonados por los servicios municipales y los pueblos que hacia el oeste y el norte, y hacia un este y un sur un poco más lejanos, sorprenden y maravillan, Y de todo un país de apacibles pueblitos, de idílicos paisajes.
No cuesta mucho comprender que en ese conurbano al que hemos aludido, la capital costarricense es el núcleo organizador de una gigantesca araña, aplastada en el Valle Central. Las ciudades de Alajuela, Heredia y Cartago (la vieja metrópoli), rodeadas a su vez de recoletos pueblitos, actúan en buena medida como “dormitorios” de una City que enmascara sus virtudes.
Pero volvamos a la “ciudad secreta”. Todos –propios y ajenos– se creen con derecho a opinar sobre lo que se ve a simple vista. Naturalmente, nadie puede oponerse a la libertad de expresión. En buena parte, esas opiniones son muy duras y algunas veces crueles.
Tratemos de  reconocer el escenario oculto. Hace algún tiempo, una amiga chilena me comentaba: “A esta ciudad le faltan librerías de segunda mano”. Tal afirmación, lanzada así, a boca de jarro, parece un desafío valiente y digno. Sin embargo, carece de verosimilitud. La ciudad está salpicada de locales atiborrados de libros y revistas. Desde “El Erial” (fundada en 1943) y “Expo 10” (a la cual alguna vez se caracterizó como la “catedral del libro”) hasta tantas otras, siempre llenas de sorpresas. En Curridabat, por ejemplo (en el sector este de la capital), el historiador Hermógenes Hernández atiende personalmente una librería “de ocasión” muy pequeña, con un contenido sustancial y sorprendente, que se renueva en forma continua.
Hace unos quince años, “El Erial” sorprendió a sus clientes habituales: el “infiernillo” (la parte “de atrás”, donde se guardan los tesoros y los materiales reservados) se llenó, de pronto, de libros del siglo XVII. En algunos zaguanes de la ciudad vieja, junto a revistas y discos casi deshechos, aparecen algunas veces volúmenes sorprendentes.
También venden libros algunos negocios dedicados a otras cosas. Me precio de haber encontrado, en una colchonería de Plaza González Víquez, joyas bibliográficas irrepetibles.
Frente a las Escuelas Mauro Fernández, en la avenida 8, junto a la “compra y venta” de libros de Carlos Díaz, otro esforzado pionero de la cultura, hay un local sorprendente: diminuto, repleto de obras acumuladas con total desorden, casi un depósito; algunos libros se exponen en una ventana. Cuando hace algunos años pregunté a la dueña de ese mágico recinto si podía entrar y ver los materiales, recibí muna insólita respuesta: “No, no puede entrar. Pero si quiere le vendo todo en un millón de colones”.
Otro amigo, peruano, quien vivió varios años en Colombia, me dijo con gran convicción: “Yo estaba acostumbrado, en Bogotá, a frecuentar las librerías, sobre todo para encontrar materiales esotéricos, pero aquí en San José no encentro nada como eso”. Confieso que me molesté. Una vez más el viejo prejuicio. Y, como siempre, basado en el desconocimiento. Pregunté al impaciente espiritualista:
-¿Has visitado la Librería Aristos, 150 metros al este del Cementerio de Extranjeros? ¿Y la Librería Ocultista, en la avenida 12, a la vuelta de la Iglesia de la Dolorosa? ¿Y la que está 300 metros al norte de la Pulpería La Luz? (las últimas ya no existen, pero en aquello momento ofrecían excelentes materiales herméticos). ¿Y los dos metros de estantes sobre esos temas que tiene la librería Universal?
Mi interlocutor me miraba sin comprender. El prejuicio le había llegado al fondo del alma. El menú espiritualista que le ofrecía pareció no conmoverlo. Ha pasado algún tiempo, y creo que mi amigo no se ha acercado a esos lugares. Le resulta más importante, quizás, mantener incólume su prejuicio contra la Ciudad Oculta.
Una ciudad, debo añadir, que puede llegar a enloquecer a cualquier estudioso de las sectas y las sociedades secretas, pues el itinerario de esas actividades es interminable. Como pocas ciudades en el mundo, la capital costarricense muestra signos externos de cultos y rituales que en otras latitudes son más impenetrables.
 “Secreta pero no tanto”, podría decir un lector que aún mantuviera algo de espíritu crítico. Y tendría razón. En un primer paseo por el centro de la urbe, el visitante descubre “cartelitos” llenos de misterio: ALGDGADU-Gran Logia de Costa Rica”, con cada una de las iniciales seguida por los tres puntos masónicos, en la Cuesta de Moras (debemos recordar que esa inscripción significa “A la Gloria del Gran Arquitecto del Universo). Y en la Cuesta de Núñez el emblema de la sociedad Teosófica. Y algunos centenares de metros más allá, la sede del Movimiento Cristiano Gnóstico Universal, Y más y más.
Si el hipotético visitante permaneciera aquí un tiempo prudente, muy probablemente sería invitado a participar de algunas reuniones y, poco después, tal vez se lo recibiría en alguna “mesocámara” de esos movimientos. Se me dirá: “eso sucede en muchas ciudades del mundo”. Es cierto, pero en San José todo lo hermético está más al alcance, todo resulta más sencillo: la Gran Fraternidad Universal, Nueva Acrópolis, la Sociedad Hermética y muchas otras manifestaciones de ese tipo esperan a los posibles iniciados con una, algunas veces peligrosa, sonrisa.
El encadenamiento de los episodios, en ese submundo josefino, es más que acelerado. Referiré un caso que confirma este comentario. A comienzos de los ochenta publiqué en la revista Andrómeda el cuento titulado “Cae la pata de elefante”, en el cual se hablaba de un “triángulo simbólico” formado por la Gran Logia Masónica, la Sociedad Teosófica y un lugar donde los templarios habían comenzado sus tareas en San José. Era un telón de fondo para que el relato tuviera cierto magnetismo. Pocas semanas después conocí a un masón, muy vinculado al mundo esotérico que estamos describiendo, quien luego de un rato de conversación me dijo: “Vi tu cuento en Andrómeda. Días después de leerlo recibí desde Europa una invitación para representar a los templarios en Costa Rica. ¿Cómo estabas enterado de eso?”. Esas cosas suceden aquí todos los días.
Uno de los grandes misterios de la ciudad es, sin duda, la inquietante red de pasadizos subterráneos que corren por debajo del viejo Palacio Arzobispal, en la zona de la Catedral. Si uno habla de ellos con los vecinos de ese barrio sólo recibe respuestas ambiguas: nadie quiere referirse totalmente al tema. Sin embargo, he recogido ciertos indicios prometedores; en un instituto de enseñanza privada de los tantos que proliferan por allá, los estudiantes han detectado alguna entrada a ese mundo secreto. Se habla de esqueletos, de calaveras que remiten a siglos pasados. Algunos estudiosos buscan en el archivo de la Curia Metropolitana los planos que permitan recorrer ese mundo subterráneo. Mientras tanto, en la superficie, nadie quiere hablar del tema.
Los ritos abundan en la ciudad. En la Soda Palace, frente al Parque Central (hoy desaparecida), un bar que nunca dormía y en el cual los músicos nocturnos (los tríos, los mariachis, los increíbles conjuntos caribeños con instrumentos alucinantes) ensayaban y platicaban en las madrugadas, uno podía enterarse de muchas cosas. Si esa noche atendía Miriam, la salonera sabia que durante muchas décadas fue testigo de apasionantes episodios, uno podía tener el privilegio de que ella describiera el encuentro en ese lugar (“En esa mesa, en esas sillas”) de Fidel Castro y el Che Guevara, a comienzos de los cincuenta.
Algún investigador de esa época dirá que ese encuentro nunca tuvo lugar, que Fidel pasó por allí, que el Che también, en otro momento, que Guevara conoció en la Soda Palace a los amigos de Fidel, a quienes reencontraría en México, y la historia continuaría… Sin embargo, Miriam asegura que allí se encontraron, “en esa mesa, en esas sillas”. ¿Puede alguien negar que eso haya sucedido?
En San José los mitos y la realidad se abrazan. Buena parte de sus habitantes conviven con fantasmas. No hay persona de cierta edad que no los haya visto o que no haya oído hablar de ellos. Tal es el caso del fantasma del Teatro Nacional, que deambula por el piso superior del edificio y cuya silueta –como asegura Miriam Francis, una estudiosa de esos temas– puede verse a altas horas de la noche en las ventanas, a la luz de alguna candela.
O el fantasma de la Casa del Administrador, en la antigua Fábrica Nacional de Licores, hoy sede de un notable Centro Nacional de Cultura que merece ser frecuentado. El viejo espíritu es visto todavía por los guardias nocturnos; ellos conocen sus bromas y siguen sus correrías en torno a las viejas torres, que mantienen en pleno centro de la ciudad un aire renacentista.
O las tres monjas que caminan por los techos del Ministerio de Salud, castigadas porque alguna vez se negaron a calmar la sed de un enfermo. O el fantasma de la “viejita”, que mora en el edificio que ocupaba la revista Aportes,  casi frente a “La pantera rosa”. Si bien es cierto que “la viejita” nunca hizo ningún mal a los periodistas, éstos decidieron trasladarse lejos de allí, a Tibás y luego a Montelimar; se dice que los jueves por la noche ella los visita.
Si profundizamos en la vida de la ciudad, oiremos hablar de estas cosas. O nos contarán historias de Soralla (así, con doble l) de Persia, la más famosa adivina del país, que a comienzos de  los años ochenta, cuando estaba en su máximo esplendor esotérico, se refugió en el Templo Bíblico, poco antes de morir.
O del Profesor Marcavé, inventor de un idioma artificial que regocijó a varias generaciones. O de Muñeca, Cazadora o tantos personajes que poblaron las calles de esta urbe insomne e insólita.
Con el tiempo, la ciudad comenzó a convertirse en un centro administrativo y financiero. Mucha gente buscó “dormitorios” en barrios residenciales aledaños o en las ciudades o pueblos que ya hemos mencionado.
La “zona roja” y algunos barrios del sur, más golpeados por la pobreza, no subyugan, por cierto, a los visitantes. Sin embargo, todo depende de los recorridos que se hagan por otros lugares. Porque un paseo por el Centro Comercial El Pueblo, por Barrio Amón, por Barrio Otoya, el Parque España, el Parque Nacional, la antigua estación del ferrocarril al Atlántico, la Aduana Vieja, puede sorprender al turista más exigente.
Quizás debemos permitir a quienes se quedan más tiempo entre nosotros la aventura de internarse en el San José secreto y frecuentar placeres genuinos, como participar de un concierto de música medieval o renacentista, quizás en la Capilla del antiguo Colegio de Sión, en el costado sur del Parque Nacional, frente a la Avenida de los Signos, donde uno puede encontrar extraños mensajes en forma de inocentes papelitos (impresos o manuscritos), dejados allí al azar por manos invisibles. Allí en el centro de un triángulo simbólico formado por la Gran Logia Masónica, la Sociedad Teosófica y un lugar donde han comenzado a trabajar los templarios en Costa Rica.

De comentarios como los que se han hecho hasta aquí, de conversaciones sobre estos temas, surgió la idea de algunos amigos de preparar los Cuentos del San José Oculto. Sobre todo en los años ochenta, fatigué algunas revistas (TV Guía y Tiempo Libre de aquella época, también Aportes) con una columna titulada San José Secreto, que hablaba de la pitonisa de aquella época, Soralla de Persia, del Profesor Marcavé, de Doña Adela (la gran industrial y constructora de principios del siglo XX), del viejo edificio de FANAL y otros temas similares. Quizás por eso mis amigos me sugirieron preparar esta selección de cuentos.
En rigor, toda ciudad tiene aspectos más o menos ocultos, pero convengamos en que San José tiene sus propios méritos… Los cuentos que siguen no han sido elegidos merced a una profunda investigación: podrían haberse considerado docenas de textos (el josefino auténtico ama mucho a su ciudad y conoce aspectos muy poco difundidos de esta urbe mágica).
Los temas, como se verá, no aluden, en general,  a sectas o prácticas rituales espeluznantes (que sería unas de las acepciones de “oculto”), sino a asuntos, si bien sorprendentes en algunos casos, habituales  en nuestros días. El volumen pasa revista desde sus primeras páginas, casi sin proponérselo, a una serie de acontecimientos, costumbres, prácticas que permiten interpretar mejor los últimos años del siglo XX y estos primeros balbuceos del XXI.
El gran artista chileno Juan Bernal Ponce, radicado en Costa Rica desde los años setenta, conocido internacionalmente, ha aceptado nuestra invitación para participar en esta obra con ocho grabados sobre metal, en relación con cada uno de los cuentos. Ediciones Andrómeda trata de hacer honor, así, a su larga e intensa tarea en el campo de los libros de arte.

Fuente
Cuentos del San José Oculto
Prólogo de Tomás Saraví
Ediciones Andrómeda, San José, Costa Rica, 2002

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